Otra vez me ha despertado ese maldito cuervo picoteando la ventana, aunque tampoco es que me importe demasiado. Vuelvo a tener una de esas terribles pesadillas en las que solo veo sangre y escucho gritos, y a través de ese flujo rojizo se deja entrever una mujer arrastrándose por el suelo suplicando ayuda.
Nunca llego a ver su rostro, pero sé que es mi madre. Y aquellos gritos de auxilio se clavan en la boca de mi estómago como las puñaladas que mi madre recibió aquella tarde otoñal en manos de aquel ser sin escrúpulos que, en algún momento, significó algo para ella: mi padre, un sonido que apenas puedo pronunciar porque solo el hecho de sentirlo en mis labios hace que mi cuerpo se estremezca de terror.
Hace algún tiempo que no sé nada de él, y cuando he de verle tengo que hacer grandes esfuerzos para olvidarle después, porque su imagen en mi cabeza es una tortura, ese rostro de mirada amenazante me obliga a esconderme en mi propia oscuridad, esa parte de mí que a veces quiere emerger, pero que se hunde en mis entrañas con ahínco y firmeza.
Me duele el estómago de guardar a la bestia, quiero vomitar todo es exceso de odio e impotencia, pero no puedo.
Enciendo velas que calman la ira, que me conducen a una paz que no parece llegar, llamas que, en muchas ocasiones, son apagadas por mis lágrimas. Sigo intentándolo, persisto. He dejado de tomar pastillas que me mantienen aturdida, acostada, sin apetito ni deseo sexual. Tomo y retomo rituales, panacea diaria que, durante unas horas, me da lo que necesito. Respiro el humo de la tranquilidad, la cera se agota, se consume, paralelismo a mi desahogo, pero aun así vuelvo al principio.
Plumas y espigas, piedras preciosas, flores, piñas, hierbas esenciales, campanillas, velas de todos los tamaños y colores, candelabros que sostienen algunas de estas; incienso que inhalo con serenidad, estatuas, monedas de plata, dibujos geométricos, colgantes, anillos… todo es poco y el exceso se ha convertido en un caos que debería entender, pero no entiendo. Un altar desordenado que confunde el origen de mis ideas, un sinsentido de objetos que no guardan relación entre ellos, ni conmigo.
Vuelvo a perderme, vuelvo a preguntarme por qué hago todo esto. Busco fórmulas para acercarme a ella y para alejarme de él, pero despierto de mis ideas continuamente y me siento ridícula en el proceso, en ese camino que se bifurca tantas veces. Me lleno de rabia, desgarro mi ropa, me abofeteo y otra vez vuelvo a tragarme a la bestia, es un trago áspero, brusco que duele y destroza.
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