Las manos ajadas de la señora Luisa se posaban sobre las mías
con cariño y seguridad. Sentada en aquella mecedora junto a la ventana de su
habitación, invadida por la luz de la tarde que intensificaba aún más sus
canas, estampaba su imagen en un cuadro de calma con la luz tamizada a través
de las blancas cortinas que flotaban vaporosas por la suave brisa de la
primavera.
Cada tarde era la oyente distinguida de un sinfín de historias. Cada
palabra era absorbida por mis sentidos con muchísimo interés. La señora Luisa
se reía y se emocionaba continuamente recordando viejos momentos. Con ella he
viajado a través del tiempo y he aprendido a valorar muchas cosas que nunca
hice, a cuidarme mejor y vivir mi presente como si no hubiera un mañana.
-El tiempo pasa muy deprisa, hija, aprovecha cada instante- me
repetía cada día para ultimar nuestras sesiones.
La señora Luisa había sido doctora y trabajó de voluntaria en
África durante algunos años. Fue costurera, cocinera, dependienta en unos
grandes almacenes, trabajó en el circo Price domando fieras, fotógrafa y hasta
cantante de jazz. Su vida había sido fascinante.
Las manos ajadas de la señora Luisa se posaban sobre las mías
con cariño y dejadez. Las dejaba caer sin fuerza y con desinterés. Sus
historias cada vez eran más cortas e interrumpidas por una risa nerviosa.
Nuestras miradas ya no conectaban, y se asustaba con facilidad.
-Hija, no me encuentro bien -Me dijo acariciándome la cara y con
un brillo intenso en sus ojos.
Durante un mes no pude subir al apartamento de la señora porque
tenía atrasadas tareas administrativas que requerían cierta formalidad y
reflexión, pero mi conciencia me impedía una desconexión completa, a veces,
algunos residentes, se atrevían a entrar al despacho, sentarse al otro
lado de la mesa y preguntarme cuándo continuaríamos con las actividades.
Aquel día se me hizo muy tarde, y prácticamente se habían ido
todos mis compañeros, solo quedaba alguna supervisora y personal que trabajaba
en turno de noche.
Un quejido a lo lejos me hizo detener mis quehaceres. Esperé
unos segundos, sólo hubo silencio. Continué escribiendo. Un golpe seco en la
puerta me hizo saltar de la silla. Me giré, era el de mantenimiento que se
despedía de mí. No era la primera vez que lo hacía, siempre daba un golpe en la
puerta y veía un mano asomando.
Imprimí unos cuantos documentos, los amontoné encima de la mesa
y seguí imprimiendo. Era el último esfuerzo y ya me marchaba a casa. Ordené los
papeles, los sacudí, los manoseé para cuadrar bien las hojas y los dejé caer
sobre la mesa. Al tiempo noté una mano que caía sobre la mía, era la mano de la
señora Luisa. No la había escuchado entrar, y no era de extrañar, andaba
descalza, con las bragas por las rodillas y la camisa desabrochada.
Su mano estaba mojada, lloraba, era un llanto inocente, ese tipo
de llanto que comienza forzado para llamar la atención y que si se alarga
irrita sobremanera.
-Van a venir a por mí, pero no quiero ir- me dijo entre sollozos.
Le pregunté que a quién se refería, me dijo que a la
supervisora.
Miré la hora, marcaba las 10 de la noche, me sorprendió lo tarde
que era.
-No tengo hambre, ya se lo he dicho- prosiguió.
“Doña luisa, tiene que comer y acostarse, es muy tarde para
usted”.
Negó con la cabeza de manera exagerada, el movimiento se
convirtió en una sacudida, como un reflejo del otro, pero con la mirada fija en
mí, los labios temblorosos y un reguero de lágrimas que se deslizaron por su
cara sin ningún esfuerzo.
-Escúchame, no quiero subir, no me obligues- me dijo asiéndome
fuertemente de la mano, clavándome sus uñas.
-Él estará esperando como otras veces, sentado a los pies de mi
cama, sonriéndome. Me obligará a acercarme, meterá su mano por debajo de mi
camisa y de mi sujetador, me tocará el pecho y me morderá los pezones, y no es
que no me guste, pero últimamente me hace mucho daño, le digo que no lo haga y
no me hace caso-.
Corrí en busca de la supervisora para contarle toda esta
historia que me había dejado perpleja. No sabía muy bien qué estaba sucediendo,
si aquello era cierto o si podía tener algo de verdad. Al menos quería irme con
la conciencia tranquila.
Se rio a carcajadas. - ¿Te ha contado eso? ¿la misma que dice
ver a dos gordos desnudos jugando al ajedrez sobre su cama? - me dijo sin darle
mayor importancia.
Durante unos minutos me vino a la cabeza todas aquellas
anécdotas que me contaba cuando era joven y esas profesiones tan dispares en su
vida.
Se llevaron a la señora Luisa a su habitación. Sentí el impulso
de despedirme esa noche de ella. Subí a la cuarta planta antes de marcharme a
casa. Casi todo el personal se había ido.
Por lo que fuera, la luz de aquel enorme pasillo que tenía ante
mí, no funcionaba, por un momento me sentí parte de aquellas escenas que se han
repetido tanto en las películas de terror: el indicio de que algo no va bien.
Un quejido a lo lejos y una presencia ante mí, al otro lado,
justo a la altura del apartamento de la señora Luisa. Cuando mis ojos se
acomodaron a esa oscuridad pude adivinar que era ella con un camisón rosa hasta
las rodillas y el pelo suelto, cuyas canas relucían en el oscuro pasillo.
-Luisa, ¿se encuentra bien? -.
Tropecé con algo cuando por fin me decidí a dar el primer paso:
una ficha de ajedrez a mis pies.
La puerta del apartamento se abrió, la señora Luisa entró antes
de que yo pudiera llegar hasta ella.
El televisor estaba encendido, su resplandor salpicaba algunas
zonas de la habitación, la cara de la señora Luisa resplandecía por momentos,
sentada a los pies de la cama con la mirada ausente. Parecía muy cansada, los
párpados se le caían, pero por alguna razón se resistía a que el sueño le
ganara.
-Tú me crees, ¿verdad?- me preguntó sin mirarme.
Me senté frente a ella, de espaldas al televisor. Posé mis manos
sobre las suyas. Sonrió, de esa inocente sonrisa pasó a una risa improvisada,
de la risa a la carcajada y de la carcajada a un gesto pícaro que se congeló
por unos segundos.
Apretó su boca, endureció su rostro y comenzaron a brotar
lágrimas a la carrera. Enganchó sus manos al camisón y empezó a retorcerlo
llevando la tela hacia el centro cruzándola de un lado a otro como protegiendo
su cuerpo.
-
¡Te he dicho que no! - gritó agresiva.
Mordió con todas sus fuerzas una de mis manos. Grité. Me hizo
daño, pero me hacía más daño verla así.
-Es moreno y alto, muy guapo- dijo, exhalando después lo que parecía un
suspiro tembloroso.
Su mirada al frente hizo girar mi cabeza hacia la televisión.
Uno de los personajes había entrado en una habitación colocándose unos guantes
de goma, cerró la puerta y se escuchó un grito de terror al otro lado. Era una
serie policiaca sobre un maniaco sexual. De pronto vi algo parecido en su
discurso. La señora Luisa mezclaba imágenes en su cabeza, no sabía distinguir
lo real de lo imaginario.
Después de haberla arropado y haber apagado la televisión, cerré
la puerta tras de mí. Un sentimiento de pena me invadió, pena y alivio al mismo
tiempo.
Mientras caminaba por el pasillo sostenía en mi mano aquella
pieza de ajedrez. Al reflexionar sobre ese detalle me di cuenta que en la
residencia, alguna vez, se han organizado torneos de ajedrez, aunque era más
común jugar al dominó. Sonreí quitándole importancia y seguí mi recorrido.
Me crucé con un auxiliar que caminaba en dirección contraria a
la mía. No me miró a los ojos, ni me saludó, pero justo en ese encuentro se
ajustaba unos guantes de goma. De pronto recordé las palabras de la señora
Luisa: “era moreno y alto, muy guapo”.
“Moreno y alto. Muy guapo”. Me giré para comprobar hacia dónde
iba, y observé que entraba a la habitación de la señora Luisa. El corazón me latía
con fuerza. Corrí como pude mientras gritaba auxilio. Algunos trabajadores que
me oyeron avisaron a la supervisora. Lo que ocurrió tras aquella puerta solo lo
sabe el personal sanitario del centro.
La señora Luisa y yo jugamos al ajedrez todos los miércoles.
Siempre me gana, aunque a veces, solo a veces, me hago la despistada.